La Doctora, una flor, su historia y un premio

Juana Gómez y Alicia Garcés, profesoras de lengua de la Escuela Técnica N° 28, fueron ganadoras en el rubro literatura del concurso “Mujeres Puntanas” con una creación inspirada en la inolvidable profesional que dejó una huella indeleble en la comunidad.

“La Doctora del pueblo” es el nombre del trabajo que entre ambas presentaron en la convocatoria organizada por el Programa Cultura, dependiente de la Secretaría General de la Gobernación del Gobierno de la provincia de San Luis, que fue distinguido además por un premio monetario entre más de 180 trabajos presentados.

La convocatoria provincial tuvo como objetivo “fomentar el desarrollo de la cultura provincial, promover la vida y obra de mujeres puntanas a través de diversos enfoques y miradas, géneros y modalidades, ahondando en su sentido y en los rasgos que las particularizan y difundir las reflexiones generadas a partir de la investigación de sus obras”.

Después del reconocimiento y el festejo junto a familiares y colegas, las docentes, en nota con nuestro portal, hablaron de todo el trabajo realizado. Juana y Alicia describen cómo fue la experiencia: el origen de la historia, la figura de doctor Osvaldo, la reacción de sus hijos, el trabajo en conjunto y todo lo que llevó a una obra que más allá del premio es un homenaje a la Doctora Nora Allende, que este año dejó un enorme vacío en nuestra comunidad.

Nota de audio: “En el recuerdo y con amor, le pedimos a la Doctora que nos ayudara a hacer una historia que hiciera honor a lo que ella fue y representó”.  

La obra completa: «La Doctora del pueblo»

Un cálido perfume a cítrico me llevó a posar mi mirada hacia el retoño de magnolias que ella me regaló y que luego planté en mi patio. El centro de los tépalos de esa delicada, bella y elegante flor blanca fue el portal que me transportó a su casa. Una casa de dos pisos, cuyo frente miraba hacia el pueblo. Tenía cuatro ventanas desiguales, con postigos que generaban cierto misterio, curiosidad y cuando se abrían emoción ya que anunciaban que ellos nos atenderían. Dos puertas, una de frente y otra al costado, eran la entrada a esa casa-hospital de dos doctores sencillos pero extraordinarios.

En una de esas tantas consultas a la que había asistido con mis cuatro hijos,un olor penetrante llamó mi atención. Pregunté y el doctor me dirigió por un pasillo hacia el patio, donde pude oler y ver por primera vez la planta madre de mi magnolia. ¡Planta extraordinaria!… Su penetrante perfume alimonado y el tamaño de su flor me dejaron muy asombrada.

Enseguida oí su dulce voz, llena de alegría que preguntaba con ternura: – ¿Cómo están “los Corderitos”? – y la vi nuevamente entre abrazos y besos.

Recuerdo que cuando la conocí, noté que la pequeñez de su figura contrastaba con la grandeza de su espíritu y su inteligencia. Usaba siempre una chaqueta blanca y unos anteojos a través de los cuales se podían observar sus ojos expresivos, movedizos. Ella era una mujer de carácter afable, enérgica y diligente.

Nora Isabel Allende, Norita, para el pueblo de La Toma, nació en 1940 en Villa Mercedes, San Luis. Hija de don Pedro Allende y de doña María Barroso. Realizó sus estudios primarios y secundarios en la Escuela Normal Mixta “ Dr. Juan LLerena” y luego sus deseos de ayudar al prójimo, la llevaron a la ciudad de Córdoba donde, con tan sólo 23 años, recibió su título de médico.

Llegó a la Toma, un día, allá por los años sesenta para ejercer su profesión. Pero, no llegó sola. Boris, su pequeño hijo, vino con ella. Allí la esperaba Osvaldo, su marido, quien también era médico y con quien tuvo tres hijos más: Mariana, Roque y Lidita. Traía consigo una valija llena de ilusiones y de proyectos por concretar.

Su esposo, el Gringo, como ella llamaba tiernamente, en confianza, al dr. Osvaldo, era igual que ella en la forma de pensar y ser. Eran distintos a los demás. Les gustaba escuchar música clásica, amaban la naturaleza. Cierto día, él me pidió un sauce llorón, pero yo le quise imponer un sauce eléctrico porque tenía muchos. Él muy sonriente me dijo que no y prosiguió:

– ¡Te digo que a mí me gusta el sauce llorón!-. Sabía lo que quería y su pensamiento era muy claro y, a pesar de que yo insistí diciendo que el eléctrico era más lindo, él consiguió que le plantara en un sitio, al lado de su casa, un sauce llorón.

Entre tantas ocupaciones, además se daba su tiempo para disfrutar de la lectura. Leía desde autores puntanos hasta universales. Mi conexión con él fue a través de la literatura cuando un día me preguntó: -¿Sabés quién fue Jean Baptiste Poquelín ?”. Primero no entendí la pregunta. Pensé: “Si él sabe que soy profe de Literatura,¿por qué la pregunta?”. Después comprendí que quería llevarme a otro lugar. Sacarme de mi preocupación maternal y desde ese momento, en cada consulta algún comentario literario había. “La Mataca” me había apodado, porque sabía que era oriunda de Chaco. Él tenía una mezcla entre doctor de la medicina moderna y la tradicional. Un día, llevé a mi hija para que le viera unas verrugas que le habían salido alrededor de la boca y el doctor, además de recetarle un lápiz de Nitrato de Plata, le dijo que contara sus verrugas, buscara una telita roja y allí pusiera la misma cantidad de granitos de sal y que una noche de luna llena saliera con su padre a andar en bicicleta hacia algún lugar al que no volverían y, muy importante, que sin mirar hacia atrás recitara: “Verrugas tengo, verrugas vendo, las tiro y salgo corriendo ”. Y como dice el dicho popular, “creer o reventar”, las verrugas desaparecieron.

Los doctores eran muy compañeros y respetuosos el uno con el otro. Se complementaban muy bien. ¡Eran una simbiosis perfecta! Él la amaba profundamente y era un gran romántico. Cierto día, cuando ella volvió de recibir su título de pediatría, ¡porque ella fue la primera pediatra del pueblo!, él la fue a esperar a Villa Mercedes, en esa época los micros de larga distancia no llegaban hasta La Toma. La esperó y la recibió con un bello ramo de rosas y luego se dirigieron muy felices hacia La Toma.

Esther, una enfermera, colega de muchos años, los recordó con mucha emoción y contó, entre lágrimas, que la doctora fue su guía, una maestra para ella y aseveró: – La doc., ¡Una trabajadora incansable! Las noches de guardias con ella, eran después de los controles a cada paciente. Noches de estudio y de aprendizaje en esas interminables noches, cual maestra, nos enseñaba y nos hacía estudiar. A nosotras, a veces el cansancio nos vencía y nos dormíamos, pero a ella le gustaba la noche. Preparaba un cafecito o matecito y nos volvía al estudio. Nos embarcó en un gran y maravilloso proyecto allá por 1983 , el de la “Lactancia Materna” por el que recibimos un reconocimiento de la Organización Mundial de la Salud en 1994.

Luchó sin descanso para que se reconociera la importancia de la lactancia materna , como sostén vital en los primeros años de vida. Las madres, ya sabían que si sus hijos, eran pacientes de la doctora Nora, tenían que amamantar exclusivamente. Ella insistía en que amamantar generaba muchos beneficios, entre ellos que el niño sería más independiente e inteligente. Cada consulta, entre mimos y atención, duraba aproximadamente entre 40 a 60 min. Era muy detallista y explicaba absolutamente todo: “ Que si el niño mira a los ojos a la madre, que si hay los cinco colores en el plato…”

Viajó por todo el país para capacitarse y hasta conoció al famoso pediatra Dr. Mario Socolinsky . Así, entre pacientes y dedicación a su profesión, los años pasaron. Con estos, sus hijos crecieron y se fueron marchando en busca de su propio destino. Y ella se fue quedando sola. Y como toda madre, seguramente, habrá sufrido cual paloma que enseña a volar, aún sabiendo que cuando sus hijos aprendieran, se alejarían del nido.

En este vuelo y crecimiento, recibió un golpe muy fuerte. Tan fuerte que su corazón quedó herido. Una de sus hijas, la más pequeña, la adoración del gringo, decidió despedirse de este mundo. Desde entonces, la casa comenzó a despintarse. Se volvió triste, como sin vida. Y ella, la doctora, quien había asistido en el campo a parturientas, a miles de enfermos, no pudo salvarla. Por más que quisiera ya no podía salvarla. Fue un golpe certero, muy fuerte, difícil de soportar para cualquier ser humano, más aún para una madre.

Los soles salieron y se ocultaron una y otra vez, pero el dolor no se alejaba. Como madre, ya no le quedaban ganas aunque cómo médica lo entendió. El golpe logró doblarla, pero no quebrarla. Y aún herida, continuó ejerciendo su profesión porque ese era su destino. Siguió trabajando. Los ojos vivarachos de la doctora, perdieron su alegría. Una profunda tristeza asomaba en ellos, sólo disimulada con su amabilidad y su gran espíritu y afán de servicio.

Atendía a sus pacientes como solamente los doctores de antes solían hacerlo. Iba a sus casas, los cuidaba y hasta les ponía sueros, si había que ponerlos. Los trasladaba en su propio vehículo. Los llamaba por teléfono. Los seguía hasta que se recuperaban totalmente. Si encontraba personas reunidas, se detenía y ante la más mínima pregunta, comenzaba la explicación. Todos en el pueblo la conocían. Y sobre todo los niños, quienes, cuando se la cruzaban en la calle o en el hospital, la saludaban cariñosamente. Sus madres aprovechaban la ocasión para preguntarle algo o simplemente para contarle algo de su hijo o hija. ¡Qué alegría sentía Norita cuando alguna madre orgullosa le contaba sobre los logros de sus hijos! ¡ Parecía que la doctora revivía con esas historias!

Pero un día, como cruel presagio de lo que iba a suceder después, la doctora me pidió que fuera a buscar la planta que el doctor había hecho para mí un año antes. Y unos meses más tarde, justo cuando la magnolia empieza a florecer. Osvaldo, quien hacía tiempo padecía una enfermedad, tuvo un accidente doméstico y a pesar de los esfuerzos y la lucha, ya no pudo abrir sus ojos para verla de nuevo y despedirse. La casa, su hogar de toda la vida, continuó perdiendo su color para acompañar la tristeza de Norita.

Con la jubilación no llegó el descanso, ya que ella siguió ejerciendo en su casa y en el hospital que a la muerte de su querido esposo recibió el nombre de “Dr. Osvaldo Ledesma” en reconocimiento a su gran labor. Nadie se explicaba porqué lo hacía. Pero yo creo que era una manera de no pensar, no de olvidar, porque, ¿quién quiere olvidar a un ser amado?

Los años pasaron y los tépalos ya envejecidos y amarronados de las magnolias comenzaron a caer desde lo alto de la planta cual espejo de una historia, de una vida. Y así, un 12 de junio de 2020, cuando el otoño estaba llegando a su fin, y se anunciaba el crudo invierno, Norita, la doctora Norita, la doctora del pueblo, decidió guardar su infaltable chaqueta, testigo de todas las horas dedicadas a cuidar la salud de los tomenses. Había llegado la hora de reunirse con su amado esposo y con su hijita. Y por esto, una madrugada, solas quedaron la magnolia con su suave perfume, y la casa-hospital que la cobijó toda la vida, luce hoy más que nunca sin color y sin alegría. La noticia de su partida, entristeció al pueblo de la “Capital del Mármol Ónix”. Pueblo que se reunió para decirle adiós con aplausos y bocinazos.

Y en los posteos del día rezaba su despedida: “¡Adiós mi dulce doctora!”

Juana Gómez- Alicia Garcés