«Oh, minero. Deja el fruto ahí y ven que te bendigo»: La historia del tomense que recibió la bendición de Juan Pablo II

El Papa visitó la provincia de Mendoza un 7 de abril de 1987 donde lo recibieron 400 mil personas. Allí, vestido con su ropa de trabajo de minero, Eduardo Amaya llamó la atención del sumo pontífice, al que por los atentados recientes contra su vida, no se podía acercar nadie. Aquel trabajador de la piedra jamás imaginó que estaba por vivir una experiencia mística e irrepetible.
El inolvidable Padre Ernesto Moyano tuvo la idea de sumar algún exponente tomense a lo que sería una cita histórica: Juan Pablo II en Mendoza. San Luis con su obispado debía llevar un contingente integrado por miembros de la iglesia, gobernantes y ciudadanos que además de reverenciarlo le entregarían obsequios distintivos de su lugar de origen.
La asistencia fue estimada en 400 mil personas, a lo que debe añadirse otro caudal muy importante de personas a lo largo del recorrido entre el aeropuerto y el punto de concentración en Guaymallén.
El entonces arzobispo de Mendoza, Cándido Rubiolo, fue quien estuvo a cargo de la recepción como titular de la curia local. Junto con él estuvieron sus pares de San Juan, San Luis y San Rafael, y los miembros de los tres poderes, con el gobernador Santiago Felipe Llaver a la cabeza.
En la pista aérea de El Plumerillo Juan Pablo II escuchó a un coro de 250 personas, dirigido por el maestro José Felipe Vallesi, que entonó «Tu eres Pedro» y luego una canción de cuna polaca.
El traslado hasta el Predio de la Virgen se hizo en el Papamóvil y el viaje demoró más de la cuenta por el entusiasmo de la gente al borde del recorrido.
Allí, en medio de la multitud lo esperaba el grupo de puntanos.
Eduardo Amaya era el presidente de la Comisión de la Iglesia de Santo Domingo de Guzmán y, tras una investigación llevada a cabo por los encargados de organizar el evento, reunía las condiciones para ser una de las personas que integraría la delegación sanluiseña y que podría entregar un obsequio al Papa, en nombre de la provincia y de La Toma.
Como no podía ser de otra manera un pedazo puro de mármol ónix era lo que dejaría al pie del lugar donde estaría el Santo Padre.
Esa situación no fue improvisada porque la organización lo había hecho ensayar varias veces los movimientos de protocolo que debería realizar al encontrarse cerca de la gran figura de la iglesa católica.
Así, él ya sabía que para acercarse al Santo Padre ascendería hasta estar a dos escalones de una alta plataforma y que cuando el coro terminara con la canción «Virgen de la Carrodilla«, subiría los otros peldaños, extendería la ofrenda de ónix y realizaría una reverencia. Antes debía quitarse el casco amarillo, colocarlo bajo el brazo y permanecer quieto en el lugar. Expresamente estaba avisado que no podía acercarse al Papa, ni tocarlo.
Así, vestido de minero mientras sus compañeros lo hacían con elegantes trajes, esperó su momento para cumplir con lo pedido por la organización: Llevaba entre sus manos un trozo de Ónix en bruto.
Cuando se acercó al lugar y quedó frente al pontífice ocurrió un hecho que marcó su vida. En medio de un estricto protocolo el Santo Padre abandonó las formas y pidió dejaran acercar a aquel hombre vestido de minero que lo hizo recordar su pasado por la actividad cuando era joven.
«Oh, minero», le dijo. «Deja el fruto ahí y ven que te bendigo«.
El personal de seguridad, alertado por el Papa, le permitió llegar hasta estar cara a cara con Karol Wojtyła.
Eduardo, no pudo contener el llanto. “Bendíceme, Padre” dijo.
Tras ello Juan Pablo II lo besó, le hizo una cruz en el pecho y lo bendijo en polaco, además de regalarle un Rosario Papal de características únicas que conservó como un tesoro inigualable.
Lo que vendría después fue pura alegría e incredulidad y lo ocurrido fue noticia en los medios locales y provinciales. «¿Cómo iba a pensar yo que un día el Papa, en persona, me bendeciría?. ¿Cómo Iba a pensar que llegaría a estar tan cerca del Santo Padre. Soy pobre, no tengo estudios, soy un obrero raso… como iba apensarlo?” dijo días después a la prensa.
Cuando hace unos días la Capilla de Adoración de la Iglesia Santo Domingo pasó a llevar el nombre de «San Juan Pablo II» la familia Amaya recordó el momento que vivió alguna vez su padre.
«Papá jamás olvidó eso. Y siempre que lo contaba era con emoción. Fue un legado que nos dejó para toda la vida y que nosotros vamos a contar de generación en generación porque fue algo único en el que quiso Dios estuviera frente a un santo y que le bendijera, junto a su profesión» destacaron.

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